El 24 de diciembre de 1799 el emperador de Francia, Napoleón Bonaparte, fue ungido dictador por las medidas que tomó desde el momento que asumió su cargo. Sus intereses personales dominaron siempre en la conciencia y la religión no fue nunca para él más que un medio para conservar el poder, con el fin de mejor dominar a sus súbditos. Católico, budista o musulmán, poco le importaba el título o ritual. De aquí su actitud poco respetuosa para con el Pontífice y su mala voluntad con respecto a los territorios pertenecientes a la Iglesia. Napoleón fue en el fondo el continuador de la revolución francesa, igual que lo habría de ser Stalin de la rusa.